Foto: Alma Larroca
Por Sergio Sinay | Para LA NACION
Todos crecimos con hambre de
padre. Al mismo tiempo que recibíamos leche del cuerpo de nuestra madre, había
cierta leche invisible del padre que emanaba de su ser. Todos sentimos algo
inefable cuando estábamos físicamente cerca de nuestro padre y lo extrañábamos
cuando se iba. No importaba tanto lo que hiciéramos en nuestro tiempo juntos.
La leche de nuestro padre parecía fluir en nuestro interior y alimentarnos con
su cercanía." Autor de Los príncipes que no son azules, libro emblemático
del despertar de una más profunda conciencia masculina a comienzos de los años
90, así definía el psicoterapeuta Aaron Kipnis un fenómeno que los años quizá
modificaron en la forma, pero no en el fondo.
El hambre de padre deriva de una vieja creencia cultural. Según
ella, los hijos serían un poco más de la madre que del padre, por el hecho de
que ella los llevó en el vientre, los amamanta y, en definitiva., porque es
mujer. Varones y mujeres aceptaron esto durante siglos, sin cuestionarlo. Pero
llevar al hijo en el vientre no es fruto de una elección. Las parejas no
acuerdan quién pondrá su cuerpo para la gestación. Si un hombre quisiera ser el
portador, no podría. Extraer de allí la conclusión de que la madre es más apta
para la crianza es injusto para ambos. Para el varón, porque lo desacredita sin
pruebas, y para la mujer, porque a menudo le duplica la carga. Si en la
práctica las madres terminan demostrándose más aptas, es por una cuestión de
experiencia y de práctica, no de naturaleza. Culturalmente designadas (a través
de mandatos explícitos e implícitos) para liderar la crianza, es decir las
cuestiones nutricias, educacionales, de salud y emocionales de los hijos,
terminan forzosamente por conocer más acerca de ellos que los padres.
¿Pero qué pasaría si el padre se levantara cada vez que el bebe
llora de noche, si fuera el que va (sí o sí) a las reuniones escolares, si
llevara a los hijos a todas las actividades diarias, si fuesen los papás los
que poblaran las salas de espera de los pediatras, si se encargaran de
organizar y preparar las comidas de sus hijos y si se sentaran con ellos para
hablar de cómo les va en la escuela, o con sus amiguitos o con sus noviecitas y
noviecitos reales o imaginarios? ¿Qué pasaría si esos mismos papás, después de
dejar a los chicos en el colegio, se dieran unos minutos para tomar un café con
otros papás y hablar de sus hijos e intercambiar comentarios acerca de la tarea
paterna cotidiana? Posiblemente terminarían siendo tan expertos como las
madres. La palabra experto deviene de experiencia y experiencia es algo que se
vive, que no se recoge de oídas, de lecturas o de prácticas ajenas.
Ser padre trasciende el hecho biológico. Como apunta Kyle Pruett,
reconocido psiquiatra infantil y autor de El rol del padre, paternizar es mucho
más que inseminar, involucrarse activa, consciente y responsablemente en el
bienestar y el desarrollo sano y autónomo de los hijos. ¿Alcanza con proveer
económicamente, fijar normas y administrar castigos y recompensas? Hasta
mediados del siglo XX ello bastaba para ser un padre eficiente. Era lo que
pedía el modelo tradicional de masculinidad. Desde entonces hubo cambios
sensibles en los roles y desempeños de la mujer en la sociedad, también en los
modelos familiares, en los vínculos entre los sexos y, en mucho menor medida,
en los modelos masculinos. Al calor de los mismos se habla desde hace algunos
años de un nuevo padre. ¿Lo hay?
Si se considera que un buen número de papás cambian pañales,
llevan a sus hijos al colegio o desarrollan con ellos relaciones más flexibles
y amistosas, la respuesta podría ser afirmativa. Pero si queda ahí es
superficial y cosmética, se reduce a imágenes publicitariamente funcionales que
no sacian el hambre de padre. Hasta ahí ese padre sólo tiene de nuevo su
parecido con la madre, pero no se diferencia para integrarse. A la corta, como
ocurre, el eje del vínculo con los hijos sigue pasando por el lugar de la
madre.
La paternidad ofrece al hombre una posibilidad de explorarse a sí
mismo y de ponerse al día con sus necesidades emocionales. Le brinda la
oportunidad de conectarse con lo que es y no sólo con lo que hace, como suele
ocurrir con los varones. Y es una ocasión de bucear en su espiritualidad,
sintiéndose parte de un todo (que incluye a los otros, al planeta y al universo
en el que vive) en lugar de cerrarse sobre la mera respuesta eficiente a lo que
el mundo externo, social y productivo espera de él. "Con un hijo -dice Sam
Oshershon, autor de Al encuentro del padre (clásico estudio de la relación de
los hombres con sus padres)-, un hombre se contacta con las partes más
nutrientes de sí mismo; al entregarnos a nuestros hijos con presencia
orientadora, nos sentimos dando vida, sanamos aspectos heridos de nosotros
mismos que nunca fueron bien trabajados."
Un trabajo para hombres
Ser padre es un trabajo. Esto no debería asustar a los varones,
habituados al mandato de trabajar productiva y competitivamente. Sólo que se
trata de otro tipo de trabajo en el cual el alma no puede estar ausente, y en
el que los resultados no se miden en planillas ni en el corto plazo. La
recompensa está en la misma tarea, en la sola presencia. Cuando la labor se
cumplió, la satisfacción de haber dado lo mejor de sí (no en términos
materiales) para contribuir con la formación de una persona autónoma, capaz de
mejorar el mundo con sus potencialidades.
Sobre estos pilares se ha fundado siempre la función paterna. Si
han sido relegados u olvidados, si las prioridades masculinas se orientaron en
otra dirección, al recuperar la conciencia sobre estos valores no se crea un
nuevo padre. No es necesario. Se trata de recuperar los valores fecundos de la
paternidad. Así como para concebir una vida, hombre y mujer proveen elementos
propios, intransferibles e irreemplazables desde la perspectiva biológica, en
el acompañamiento de esa vida hacia la consagración de sus potencialidades
también ambos son necesarios por igual y ambos hacen aportes diferentes,
únicos, intransferibles e irreemplazables. Esto trasciende a las coyunturas,
como puede ser un divorcio. Nada de lo dicho aquí pierde su significado si una
pareja se separa. Porque si bien es cierto que un hombre y una mujer pueden
divorciarse, nada los autoriza a divorciarse (ni a divorciar al otro) de sus
hijos.
Aportar lo diferente
A los llamados nuevos padres se les pide bastante y de ellos se
espera mucho (participación, sensibilidad e involucramiento), pero no existen,
como advierte Oshershon, "pautas claras que les indiquen qué significa ser
padres, además de proveer económicamente" (con el agregado de que a esa
función se han sumado las madres).
Si los papás se limitan a ingresar al espacio doméstico y familiar
con las pautas oficiales fijadas por las madres a lo largo de siglos de
administración educacional, nutricia, sanitaria y hogareña de la crianza,
terminarán por ser buenos o malos imitadores (y como tales estarán siempre
sujetos a supervisión y crítica) o a lo sumo buenos colaboradores. Pero un colaborador
no es un coprotagonista. Y es esto último lo que el padre debe aspirar a ser.
Para ejercer ese coprotagonismo tan benéfico y necesario para los hijos, no hay
que pedir permiso sino establecer prioridades personales y preguntarnos en qué
orden valoramos los espacios de nuestra vida. Ser padre significa resignar para
ganar. Resignar tiempos personales, batallas profesionales o laborales y
espacios sociales. Un padre no es un hombre disponible para todas las demandas
externas ni para todas las expectativas ajenas. No es un hombre soltero en
carrera hacia éxitos laborales, sociales, políticos, deportivos o del tipo que
fuera. Es un hombre llamado a una tarea existencial. De él depende atenderla o
no.
Hay estudios que muestran consecuencias dolorosas de la ausencia
paterna (no necesariamente física, sino emocional y funcional). Por ejemplo,
que la mayoría de la población carcelaria ha carecido de una figura paterna
nutricia y orientadora. Esto suele repetirse en la mayoría de adolescentes
embarazadas. La violencia juvenil, el bullying, las adicciones en chicos y
jóvenes, el alcoholismo adolescente, las conductas de riesgo, la transgresión
de los límites o la inexistencia de estos y casi todos los tópicos angustiantes
que envuelven hoy a chicos y adolescentes tienen frecuente nexo con esa
ausencia o con una presencia disfuncional. Tampoco en esto los chicos nacen de
un repollo.
A su vez la presencia paterna asertiva, amorosa y responsable
tiene frutos. Donde el padre funciona como tal (y no como un supuesto par que
se dedica a compartir con el hijo travesuras, transgresiones, lugares de baile
y diversión, excesos y lenguajes que no le son propios), los hijos crecen más
seguros de sí mismos. La mirada valorativa del padre afirma lo mejor de la
esencia masculina en los hijos y de la femenina en las hijas. Unos y otras
tienen confianza para salir de los rígidos estereotipos de género y explorar y
ampliar sus horizontes como personas. Cuando el padre está involucrado los
hijos tienen mejor rendimiento escolar. El tiempo que un padre invierte
conversando con los hijos o leyéndoles enriquece las habilidades verbales de
estos. Pruett ha comprobado que, en esos casos, las chicas desarrollan
habilidades para las matemáticas y los varones demuestran talento para las humanidades
(es decir, se abren campos que los estereotipos estrechan o niegan). Un padre
involucrado no sólo intelectual y emocional, sino también físicamente
(caricias, abrazos, juegos físicos tanto con hijos como con hijas) favorece a
sus retoños la afirmación, la seguridad y la conformidad con el propio cuerpo.
El compromiso paterno genera respeto y el respeto da autoridad. Un
padre con autoridad puede poner límites lógicos y razonables con firmeza y con
amor. Ningún hijo aplaude a un padre por los límites, pero cuando el vínculo
está sustentado por acciones, respeta esos límites porque respeta a quien los
marca. Cuando la figura paterna es lejana ante el desmadre se deberá apelar al
autoritarismo, pues no hay fondos afectivos para hacerlo de otro modo. El autoritarismo
provoca miedo y alienta la transgresión riesgosa.
Presentes y reales
Un padre presente alivia la tarea materna sin reemplazarla, sino
complementándola. Y equilibra los espacios de poder en la pareja y en la
familia. Agrega otras visiones del mundo, socializa (función paterna clave),
aviva la curiosidad de los hijos, estimula la imaginación, conecta con la
diversidad, permite descubrir diferentes modos de estudiar, de jugar, de conversar,
de interactuar y, además, los autoriza. Una función paterna, que se cumple de
diferentes maneras a lo largo de la vida, es la de dejar ir a los hijos,
empujarlos al mundo tras haberles provisto información y haberlos entrenado en
el uso de las herramientas propias de ellos. La madre tiende a retener y es el
padre quien, con amor, presencia y asertividad, puede cortar amorosamente ese
cordón umbilical invisible que une a madre e hijo. Esto permite a los hijos
madurar, completar su crecimiento, y a la madre salir de un rol fijo y a veces
abrumador para recuperar y fecundar otros espacios propios en su vida como
mujer.
Cuantos
más padres se involucren en el rol que les es propio y necesario, habrá más
paternidades reales y menos necesidad de imaginar otras, nuevas. Ser padre es
cosa de hombres y encierra riesgos. No habría que temerles. Riesgo de
equivocarse, riesgo de carecer a veces de respuestas, riesgo de exponer
nuestras partes menos seguras y menos valoradas por nosotros mismos. Ningún
riesgo del que no haya retorno. No se aprende a ser padre si no es conviviendo
con los hijos. En Cartas a mi hijo, una bella recopilación, el teólogo Kent
Nerburn escribe: "No quedé limitado por la paternidad. Quedé liberado del
temor de las limitaciones. No quedé agobiado por las responsabilidades, las
responsabilidades dejaron de ser una carga. La Naturaleza se puso en orden por
sí misma". Un padre presente pone, pues, a la naturaleza en orden. Y la
desequilibra cuando no cumple con su función. Esto no es ni de nuevos ni de
viejos padres. Es de padres.
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