Claudio Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar
sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre
de 2008: "Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker
que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan
a los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero
va convirtiendo en cenizas". Retengamos un momento esta imagen en la
memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas,
con las cámaras listas, para captar al primer suicida que dé encarnación
gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado
billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables
ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor la civilización de la
que formamos parte.
Me parece que ésta es la mejor manera de definir la civilización de
nuestro tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han
alcanzado altos niveles de desarrollo en el Asia y muchos del llamado Tercer
Mundo.
¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el
primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y
donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal
de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría
reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento,
humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas
deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a
pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la
banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo
de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía
y el escándalo.
¿Qué ha hecho que Occidente fuera deslizándose hacia una civilización de
este orden? El bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda
Guerra Mundial y la escasez de los primeros años de la posguerra. Luego de esa
etapa durísima, siguió un período de extraordinario desarrollo económico. En
todas las sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte las
clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se
produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales,
empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el
laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de
izquierda. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente
ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyeron un estímulo notable
para que se multiplicaran las industrias de la diversión, promovidas por la
publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático
y a la vez insensible, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y
angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios de la cúspide
a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que Ortega y
Gasset llamaba "el espíritu de nuestro tiempo", el dios sabroso,
regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace
por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro factor, no menos importante, para la forja de esta realidad ha sido
la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno que nació de una
voluntad altruista: la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una
elite, una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la
cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y
subvención de las artes, las letras y demás manifestaciones culturales. Esta
loable filosofía ha tenido el indeseado efecto de trivializar y adocenar la
vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad del contenido
de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de
llegar al mayor número. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio,
proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha
causado reverberaciones imprevistas, como la desaparición de la alta cultura,
obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus
claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Ésta ha pasado
ahora a tener exclusivamente la acepción que ella adopta en el discurso
antropológico. Es decir, la cultura son todas las manifestaciones de la vida de
una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su
indumentaria, sus técnicas y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita,
respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama
semejante es inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una
manera agradable de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser
también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia:
todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza al extremo de que una
ópera de Verdi, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una
función del Cirque du Soleil se equivalen.
No es por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra
época sea la literatura light , leve, ligera, fácil, una literatura que
sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente)
divertir. Atención, no condeno ni mucho menos a los autores de esa literatura
entretenida pues hay, entre ellos, pese a la levedad de sus textos, verdaderos
talentos. Si en nuestra época es raro que se emprendan aventuras literarias tan
osadas como las de Joyce, Virginia Woolf, Rilke o Borges no es solamente en
razón de los escritores; lo es, también, porque la cultura en la que vivimos
inmersos no es propicia, más bien desalienta, esos esfuerzos denodados que
culminan en obras que exigen del lector una concentración intelectual casi tan
intensa como la que los hizo posibles. Los lectores de hoy quieren libros
fáciles, que los entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve
poderoso incentivo para los creadores.
Tampoco es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en
nuestros medios de información y se haya refugiado en esos conventos de
clausura que son las Facultades de Humanidades y, en especial, los
Departamentos de Filología, cuyos estudios son sólo accesibles a los
especialistas. Es verdad que los diarios y revistas más serios publican todavía
reseñas de libros, de exposiciones y conciertos, pero ¿alguien lee a esos
paladines solitarios que tratan de poner cierto orden jerárquico en esa selva
promiscua en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días? Lo
cierto es que la crítica, que en la época de nuestros abuelos y bisabuelos
desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura porque asesoraba a los
ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y leían, hoy es una
especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también
ella en diversión y espectáculo.
La literatura light , como el cine light y el arte light
, da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto,
revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con un mínimo esfuerzo
intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista,
en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la
complacencia y la autosatisfacción.
En la civilización de nuestros días es normal y casi obligatorio que la
cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y
que los "chefs" y los "modistos" y "modistas"
tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores
y los filósofos. Los hornillos, los fogones y las pasarelas se confunden dentro
de las coordenadas culturales de la época con los libros, los conciertos, los
laboratorios y las óperas, así como las estrellas de la televisión y los
grandes futbolistas ejercen sobre las costumbres, los gustos y las modas la
influencia que antes tenían los profesores, los pensadores y (antes todavía)
los teólogos. Hace medio siglo, probablemente en los Estados Unidos era un
Edmund Wilson, en sus artículos de The New Yorker o The New Republic ,
quien decidía el fracaso o el éxito de un libro de poemas, una novela o un
ensayo. Hoy son los programas televisivos de Oprah Winfrey. No digo que esté
mal que sea así. Digo, simplemente, que es así.
El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que,
insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose ésta en nuestros
días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector
determinante. La publicidad ejerce un magisterio decisivo en los gustos, la
sensibilidad, la imaginación y las costumbres. La función que antes tenían, en
este ámbito, los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las ideologías
y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocían como los mandarines
de una época, hoy la cumplen los anónimos "creativos" de las agencias
publicitarias.
Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a partir del momento
en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto
comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que
en los vaivenes del mercado, aquel período trágico en que el precio pasó
a confundirse con el valor de una obra de arte. Cuando una cultura
relega al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y
sustituye las ideas por las imágenes, los productos literarios y artísticos son
promovidos, aceptados o rechazados por las técnicas publicitarias y los
reflejos condicionados de un público que carece de defensas intelectuales y
sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones de que es víctima.
Por ese camino, los esperpentos indumentarios que un John Galliano hacía
desfilar en las pasarelas de París (antes de descubrirse que era antisemita) o
los experimentos de la nouvelle cuisine alcanzan el estatuto de
ciudadanos honorarios de la alta cultura.
Este estado de cosas ha impulsado la exaltación de la música hasta
convertirla en el signo de identidad de las nuevas generaciones en el mundo
entero. Las bandas y los cantantes de moda congregan multitudes que desbordan
todos los escenarios en conciertos que son, como las fiestas paganas
dionisíacas que en la Grecia clásica celebraban la irracionalidad, ceremonias
colectivas de desenfreno y catarsis, de culto a los instintos, las pasiones y
la sinrazón. Y lo mismo puede decirse, claro está, de las fiestas
multitudinarias de música electrónica, las raves , en las que se baila
en tinieblas, se escucha música trance y se vuela gracias al éxtasis. No
es forzado equiparar estas celebraciones a las grandes festividades populares
de índole religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu
religioso que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado
la liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas
manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces e
instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el
individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de inconsciente manera regresa
a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ése es el modo contemporáneo,
mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o
San Juan de la Cruz lograban a través del ascetismo, la oración y la fe. En la
fiesta y el concierto multitudinarios los jóvenes de hoy comulgan, se
confiesan, se redimen, se realizan y gozan de ese modo intenso y elemental que
es el olvido de sí mismos.
Masificación es otro rasgo, junto con la frivolidad, de la cultura de
nuestro tiempo. Ahora los deportes han adquirido una importancia que en el
pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia. Para Platón, Sócrates, Aristóteles y
demás frecuentadores de la Academia, el cultivo del cuerpo era simultáneo y
complementario del cultivo del espíritu, pues creían que ambos se enriquecían
mutuamente. La diferencia con nuestra época es que ahora, por lo general, la
práctica de los deportes se hace a expensas y en lugar del trabajo intelectual.
Entre los deportes, ninguno descuella tanto como el fútbol, fenómeno de masas
que, al igual que los conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las
enardece más que ninguna otra movilización ciudadana: mítines políticos,
procesiones religiosas o convocatorias cívicas. Un partido de fútbol puede ser
desde luego para los aficionados -yo soy uno de ellos- un espectáculo
estupendo, de destreza y armonía del conjunto y de lucimiento individual que
entusiasma al espectador. Pero, en nuestros días, los grandes partidos de
fútbol sirven sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo a lo
irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu,
[...] en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna, el espectador
da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y
aniquilación simbólica (y a veces hasta real) del adversario. Las famosas
"barras bravas" de ciertos clubes y los estragos que provocan con sus
entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de víctimas muestran cómo
en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas
-casi siempre varones aunque cada vez haya más mujeres que frecuenten los
estadios- hacia las canchas, sino un ritual que desencadena en el individuo
instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición
civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como parte de la horda
primitiva.
Paradójicamente, el fenómeno de la masificación es paralelo al de la
extensión del consumo de drogas a todos los niveles de la pirámide social.
Desde luego que el uso de estupefacientes tiene una antigua tradición en
Occidente, pero hasta hace relativamente poco tiempo era práctica casi
exclusiva de las elites y de sectores reducidos y marginales, como los círculos
bohemios, literarios y artísticos, en los que, en el siglo XIX, las flores
artificiales tuvieron cultores tan respetables como Charles Baudelaire y Thomas
de Quincey.
En la actualidad, la generalización del uso de las drogas no es nada
semejante, no responde a la exploración de nuevas sensaciones o visiones
emprendida con propósitos artísticos o científicos. Ni es una manifestación de
rebeldía contra las normas establecidas por seres inconformes, empeñados en
adoptar formas alternativas de existencia. En nuestros días el consumo masivo
de marihuana, cocaína, éxtasis, crack , heroína, etcétera responde a un
entorno cultural que empuja a hombres y mujeres a la busca de placeres fáciles
y rápidos, que los inmunicen contra la preocupación y la responsabilidad, en
lugar del encuentro consigo mismos a través de la reflexión y la introspección,
actividades eminentemente intelectuales, que a la cultura veleidosa y lúdica le
resultan aburridas. Querer huir del vacío y de la angustia que provoca el
sentirse libre y obligado a tomar decisiones como qué hacer de sí mismo y del
mundo que nos rodea -sobre todo si éste enfrenta desafíos y dramas- es lo que
atiza esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que vivimos.
Para millones de personas las drogas sirven hoy, como las religiones y la alta
cultura ayer, para aplacar las dudas y perplejidades sobre la condición humana,
la vida, la muerte, el más allá, el sentido o sinsentido de la existencia.
Ellas, en la exaltación y euforia o sosiego artificiales que producen,
confieren la momentánea seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se trata
de una ficción, no benigna sino maligna en este caso, que aísla al individuo y
que sólo en apariencia lo libera de problemas, responsabilidades y angustias.
Porque al final todo ello volverá a hacer presa de él, exigiéndole cada vez
dosis mayores de aturdimiento y sobreexcitación que profundizarán su vacío
espiritual.
En la civilización del espectáculo el laicismo ha ganado terreno sobre
las religiones, en apariencia. Y, entre los todavía creyentes, han aumentado
los que sólo lo son a ratos y de boca para afuera, de manera superficial y
social, en tanto que en la mayor parte de sus vidas prescinden por entero de la
religión. El efecto positivo de la secularización de la vida es que la libertad
es ahora más profunda que cuando la recortaban y asfixiaban los dogmas y
censuras eclesiásticas. Pero se equivocan quienes creen que porque haya hoy en
el mundo occidental porcentajes menores de católicos y protestantes que antaño,
ha ido desapareciendo la religión en los sectores ganados al laicismo. Eso sólo
ocurre en las estadísticas. En verdad, al mismo tiempo que muchos fieles renunciaban
a las iglesias tradicionales, comenzaban a proliferar las sectas, los cultos y
toda clase de formas alternativas de practicar la religión, desde el
espiritualismo oriental en todas sus escuelas y divisiones -budismo, budismo
zen, tantrismo, yoga- hasta las iglesias evangélicas que ahora pululan y se
dividen y subdividen en los barrios marginales, y pintorescos sucedáneos como
el Cuarto Camino, el rosacrucismo, la Iglesia de la Unificación -los Moonies
-, la Cienciología, tan popular en Hollywood, e iglesias todavía más
exóticas y epidérmicas.
La razón de esta proliferación de iglesias y sectas es que sólo sectores
muy reducidos de seres humanos pueden prescindir por entero de la religión, la
que, a la inmensa mayoría, hace falta pues sólo la seguridad que la fe
religiosa transmite sobre la trascendencia y el alma la libera del desasosiego,
miedo y desvarío en que la sume la idea de la extinción, del perecimiento
total. Y, de hecho, la única manera como la mayoría de los seres humanos
entiende y práctica una ética es a través de una religión. Sólo pequeñas
minorías se emancipan de la religión reemplazando con la cultura el vacío que
ella deja en sus vidas: la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes.
Pero la cultura que puede cumplir esta función es la alta cultura, que afronta
los problemas y no los escabulle, que intenta dar respuestas serias y no
lúdicas a los grandes enigmas, interrogaciones y conflictos de que está rodeada
la existencia humana. La cultura de superficie y oropel, de juego y pose, es
insuficiente para suplir las certidumbres, mitos, misterios y rituales de las
religiones que han sobrevivido a la prueba de los siglos. En la sociedad de
nuestro tiempo los estupefacientes y el alcohol suministran aquella
tranquilidad momentánea del espíritu y las certezas y alivios que antaño
deparaban a los hombres y mujeres los rezos, la confesión, la comunión y los
sermones de los párrocos.
Tampoco es casual que, así como en el pasado los políticos en campaña
querían fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y
dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y
de los actores de cine, así como de estrellas del fútbol y otros deportes.
Éstos han reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia
política de los sectores medios y populares y ellos encabezan los manifiestos,
los leen en las tribunas y salen a la televisión a predicar lo que es bueno y
es malo en el campo económico, político y social. En la civilización del
espectáculo, el cómico es el rey. Por lo demás, la presencia de actores y
cantantes no sólo es importante en esa periferia de la vida política que es la
opinión pública. Algunos de ellos han participado en elecciones y, como Ronald
Reagan y Arnold Schwarzenegger, llegado a cargos tan importantes como la
presidencia de Estados Unidos y la gobernación de California. Desde luego, no
excluyo la posibilidad de que actores de cine y cantantes de rock o de rap y
futbolistas puedan hacer estimables sugerencias en el campo de las ideas, pero
sí rechazo que el protagonismo político de que hoy día gozan tenga algo que ver
con su lucidez o inteligencia. Se debe exclusivamente a su presencia mediática
y a sus aptitudes histriónicas.
Porque un hecho singular de la sociedad contemporánea es el eclipse de
un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años
desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el intelectual. Se
dice que la denominación de "intelectual" sólo nació en el siglo XIX,
durante el caso Dreyfus, en Francia, y las polémicas que desató Émile Zola con
su célebre Yo acuso , escrito en defensa de aquel oficial judío
falsamente acusado de traición a la patria por una conjura de altos mandos
antisemitas del Ejército francés. Pero, aunque el término "intelectual"
sólo se popularizara a partir de entonces, lo cierto es que la participación de
hombres de pensamiento y creación en la vida pública, en los debates políticos,
religiosos y de ideas se remonta a los albores mismos de Occidente. Estuvo presente
en la Grecia de Platón y en la Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne
y Maquiavelo, en la Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de
Lamartine y Víctor Hugo y en todos los períodos históricos que condujeron a la
modernidad. Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o creativo,
buen número de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos,
pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer político y social, como
ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russell, en Francia con
Sartre y Camus, en Italia con Moravia y Vittorini, en Alemania con Günter Grass
y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las democracias europeas. Basta
pensar, en España, en las intervenciones en la vida pública de José Ortega y
Gasset y Miguel de Unamuno. En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de
los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos
todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en
polémicas, pero nada de ello tiene repercusión seria en la marcha de la
sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se
deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos,
entre los cuales los intelectuales brillan por su ausencia. Conscientes de la
desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que viven,
la mayoría ha optado por la discreción o la abstención en el debate público.
Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo que hace
medio siglo se llamaba "el compromiso" cívico o moral del escritor y
el pensador con la sociedad. Hay excepciones, pero, entre ellas, las que suelen
contar -porque llegan a los medios- son las encaminadas más a la autopromoción
y el exhibicionismo que a la defensa de un principio o un valor. Porque, en la
civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de
moda y se vuelve un bufón.
LA DESAPARICION DEL
EROTISMO
[...] La literatura libertina es muy desigual, desde luego, no abundan
las obras maestras entre las que produjo, aunque se encuentran algunas novelas
o textos de gran valía en medio de muchas otras de escasa o nula significación
artística. La limitación principal que suele empobrecerla es que, concentrados de
manera obsesiva y excluyente en la descripción de experiencias sexuales, los
libros sólo eróticos pronto sucumben a la repetición y a la monomanía, porque
la actividad sexual, aunque intensa y fuente maravillosa de goces, es limitada
y, si se la separa del resto de actividades y funciones que constituyen la vida
de hombres y mujeres, pierde vitalidad y ofrece un carácter recortado,
caricatural e inauténtico de la condición humana.
Pero esto no es óbice para que en la literatura libertina resuene
siempre un grito de libertad en contra de todas las sujeciones y servidumbres
-religiosas, morales y políticas- que restringen el derecho al libre albedrío,
a la libertad política y social, y al placer, un derecho que por primera vez se
reclama en la historia de la civilización: el de poder materializar las
fantasías y deseos que el sexo despierta en los seres humanos. El gran mérito
de las monótonas novelas del marqués de Sade es mostrar en ellas cómo el sexo,
si se ejerce sin limitación ni freno alguno, acarrea enloquecidas violencias,
pues es el vehículo privilegiado a través del cual se manifiestan los instintos
más destructivos de la personalidad.
Lo ideal en este dominio es que las fronteras dentro de las cuales se
despliega la vida sexual se ensanchen lo suficiente para que hombres y mujeres
puedan actuar con libertad, volcando en ella sus deseos y fantasmas, sin
sentirse amenazados ni discriminados, pero dentro de ciertas formas culturales
que preserven al sexo su naturaleza privada e íntima, de manera que la vida
sexual no se banalice ni animalice.
Eso es el erotismo. Con sus rituales, fantasías, vocación de
clandestinidad, amor a las formas y a la teatralidad, nace como un producto de
la alta civilización, un fenómeno inconcebible en las sociedades o en las gentes
primitivas y bastas, pues se trata de un quehacer que exige sensibilidad
refinada, cultura literaria y artística y cierta vocación transgresora.
Transgresora es una palabra que en este caso hay que tomar con pinzas, pues
dentro del contexto erótico no significa negación de la regla moral o religiosa
imperante, sino ambas cosas a la vez: su reconocimiento y su rechazo, mezclados
de manera indisoluble. Violando la norma en la intimidad, con discreción y de
común acuerdo, la pareja o el grupo llevan a cabo una representación, un juego
teatral que inflama su placer con un aderezo de desafío y libertad, a la vez
que preserva al sexo el estatuto de quehacer velado, confidencial y secreto.
Sin el cuidado de las formas, de ese ritual que, a la vez que enriquece,
prolonga y sublima el placer, el acto sexual retorna a ser un ejercicio
puramente físico -una pulsión de la naturaleza en el organismo humano de la que
el hombre y la mujer son meros instrumentos pasivos-, desprovisto de
sensibilidad y emoción. Y de ello nos ilustra, sin pretenderlo ni saberlo, esa
literatura de pacotilla que pretendiendo ser erótica sólo llega a los
rudimentos vulgares del género: la pornografía. La literatura erótica se vuelve
pornografía por razones estrictamente literarias: el descuido de las formas. Es
decir, cuando la negligencia o la torpeza del escritor al utilizar el lenguaje,
construir una historia, desarrollar los diálogos, describir una situación
desvela involuntariamente todo lo que hay de soez y repulsivo en un
acoplamiento sexual exonerado de sentimiento y elegancia -de mise en scène y de rito-, convertido en mera
satisfacción del instinto reproductor.
Hacer el amor en nuestros días, en el mundo occidental, está mucho más
cerca de la pornografía que del erotismo y, paradójicamente, ello ha resultado
como una deriva degradada y perversa de la libertad.
Los talleres de masturbación a los que asistirán en el futuro los
jóvenes extremeños y andaluces como parte del currículo escolar tienen la
apariencia de un paso audaz en la lucha contra la gazmoñería y el prejuicio en
el dominio sexual.
En la realidad, es probable que ésta y otras iniciativas semejantes
destinadas a desacralizar la vida sexual convirtiéndola en una práctica tan
común y corriente como comer, dormir e ir al trabajo tengan como consecuencia
desilusionar precozmente a las nuevas generaciones de la práctica sexual. Ésta
perderá misterio, pasión, fantasía y creatividad y se habrá banalizado hasta
confundirse con una mera calistenia. Con el resultado de inducir a los jóvenes
a buscar el placer en otra parte, probablemente en el alcohol, la violencia y
las drogas.
Por eso, si queremos que el amor físico contribuya a enriquecer la vida
de las gentes, liberémoslo de los prejuicios, pero no de las formas y los ritos
que lo embellecen y civilizan, y, en vez de exhibirlo a plena luz y por las
calles, preservemos esa privacidad y discreción que permiten a los amantes
jugar a ser dioses y sentir que lo son en esos instantes intensos y únicos de
la pasión y el deseo compartidos...