Catarata de Sipia (Cañón de Cotahuasi)
Creo en la aventura. Puesto a escoger entre la seguridad y la aventura escojo siempre la segunda opción. Creo que la vida –para merecer seguir llamándose así– tiene que ser siempre una aventura.
Creo en la libertad. Y si el precio de la libertad es la soledad, creo fanáticamente en la soledad. Y si el precio de la soledad es la muerte, creo a pie juntillas en la muerte. Abrazo entonces mi libertad con la misma alegría con que abrazo mi soledad y mi muerte porque sospecho que, al final, las tres son la misma cosa.
Creo en la energía de la gente. Creo que no hay personas buenas ni malas. Hay personas que tienen una impecable energía y desde el momento que llegan, perfuman tu día y lo iluminan. Y hay otras personas que lo oscurecen y lo contaminan con su sola presencia, sin necesidad de haber hecho ni dicho nada. Creo que eso que irradian es la consecuencia, el macerado, la esencia de todo lo que han sido. Y de todo lo que no han sido, sobre todo.
Creo que, tanto la alegría como el dolor, están vivos y existen. No son abstracciones: son materia realmente existente en el universo, un ente invisible que flota en el aire, que palpita y se siente y se respira por los poros. Creo que alegría y dolor son como dos nubes que nos envuelven –una blanca y benéfica, la otra tóxica y negra–, dos nubes a cuyo crecimiento o extinción contribuimos todos los pasajeros en cada segundo del día.
Creo que uno acumula créditos, o mejor aun, acumula vidas –como en los juegos de video– por cada buena cosa que hace por los demás. Creo que esa es la razón por la que no hay que perder ninguna oportunidad de hacer el bien. Creo que hay que tener claro que no lo hacemos porque seamos muy generosos. Todo lo contrario: creo que las raras ocasiones en que somos buenos lo somos por puro egoísmo. Porque más que ayudar al prójimo, hacer el bien nos fortalece, nos vacuna, nos inmuniza contra el infortunio que, de todos modos, llegará.
Creo en el amor porque hay temporadas insólitas o instantes inenarrables –como este– en que efectivamente lo detecto merodeando por las inmediaciones de mi alma torera.
Creo que el amor principal, el supremo romance de una vida no se reconoce por su duración sino por su intensidad. Puedes haber vivido guardando estricta lealtad a la muchacha equivocada, así como puedes haber atisbado la más gloriosa eternidad conversando casualmente en el teléfono público con la que siempre será la mujer de tu vida.
Creo que el amor no se acaba con la muerte. Creo que mis muertos me siguen queriendo y me siguen cuidando del mismo modo en que yo los seguiré queriendo, extrañando e invocando todos los días de mi vida. Y también después.
Creo que, cuando ella sabe que yo más la necesito, mi madre viene a visitarme por las noches, mientras duermo.
Creo que, como ella, vienen también, cuando hace falta, algunos de mis amigos más queridos, aquellos cuya memoria me gusta honrar colocando las fotos de sus sonrisas enmarcadas en plata sobre mi velador.
Creo en lo que Jaime Bedoya escribió alguna vez: a todos se nos ha entregado el mismo radio a pilas: que el soundtrack de tu existencia sea una melodía celeste en frecuencia modulada o un bochinche vulgar y enloquecedor depende únicamente de lo bien que hayas aprendido a mover tus deditos sobre el dial: para encontrar esa música que siempre anhelaste escuchar, el único truco es conseguir sintonizarla.
Creo que buena parte de la infelicidad reinante podría atribuirse a las siguientes dos promesas de amor que, en realidad, suenan a maldiciones o condenas: “eres mío” y “estaremos juntos toda la vida”. Creo que nadie es propietario de nadie. Creo que nada es para siempre. Creo en juramentos como “Esta noche soy tuyo” o “Estaremos juntos todo el fin de semana”. Me suenan muchísimo más sinceros. Y más probable, además.
Creo que el futuro no es el 2046. Creo que no hay que hacer demasiados planes. Creo que el futuro es la tarde de hoy y, con un poco de suerte, quizás la noche. Creo que si me preguntaran cuales son mis proyectos para el futuro, respondería: terminar de escribir esta columna, enviarla a Lima, almorzar dim sum en el barrio chino, asentarlo con té verde o té jazmín para luego regodearme aplanando estas calles que amo, recargando mi espíritu de esa fantástica electricidad, teniendo cuidado de llegar a la orilla del río Hudson a la hora en que se oculte el sol. Creo que esos son todos los proyectos que tengo para el porvenir.
Creo que todo ser humano tiene el sagrado derecho de mandar todo a la mierda, llegado el momento adecuado.
Creo que el famoso éxito no solo consiste en que te paguen por hacer aquello que tú pagarías por hacer. Consiste, sobre todo, en poder dejar de hacerlo en el preciso instante en que soberanamente lo decidas. De preferencia, en el mejor momento, claro. Y si es posible, entre aplausos.
Creo haber descifrado uno de los mayores enigmas de mi existencia: ¿En qué momento se jode uno, entonces? En el momento en que permite que la plata lo gobierne. La tarjeta, la deuda y el fraccionamiento, la cuota del carro, la hipoteca del depa, el saldo de tu cuenta, el préstamo, el seguro, la AFP y toda esa mierda. Me prefiero sin más patrimonio que el que cabe en mi mochila. Creo, sin embargo, que mi actual y bendita libertad no sería del todo plena sin mi actual y bendita billetera.
Creo que, en aras del yin yan, del delicado equilibrio entre los seres y las cosas, cuando regresas al lugar, al trabajo o al país del que alguna vez te botaron de una patada en el culo, debes esperar el momento perfecto para aplicar la justicia poética y emparejar el marcador y retribuir tamaña elegancia mandándote mudar. Creo en Oscar Wilde cuando decía: no hay nada mejor que ser esperado y no llegar.
Creo, por las mismas razones y apelando a mi novedosa humildad, que a estas alturas del partido soy un producto peruano de exportación, creo que Estados Unidos debería considerar la posibilidad de volver a quedarse una buena temporada conmigo.
Creo que la felicidad es sencillamente esto, sentarse a escribir ante un teclado bajo el sol como un pianista loco que hubiera sacado su piano de cola a la calle para interpretar alguna sinfonía silenciosa en el medio de la multitud que se asolea sin camisa sobre la hierba de Washington Square.
Creo en el majestuoso poder de la palabra. Creo en su poder para abrir las mentes como flores, para detener el golpe a tiempo y al tiempo de golpe, para conjurar la ruindad, para imitar a la sabiduría, para alejar de ti a la tristeza y a su hijito, el dolor. Una palabra tuya bastará para sanarme o para enfermarme, para destruirme o para salvarme.
Creo en el sereno lujo de haber aprendido por fin a disfrutar de mi agridulce compañía.
En todo esto creo muy firmemente, señores pasajeros, damas y caballeros.
Pero, a veces, por supuesto, también dudo.
Por: Beto Ortiz